lunes, 27 de enero de 2014



El camino de las Meditaciones

La ciencia antigua, la aristotélica, se fundamen­taba en formas sustanciales, lo mismo que la ciencia naturalista del Renacimiento lo hacía en las cualida­des ocultas del alma del mundo. En ambos casos se trataba de ontologías que consideraban que esas entidades constituían la auténtica realidad del mundo.
Descartes invierte la perspectiva. Desconfía y pone entre paréntesis los datos de la experiencia sensible e, inspirándose en el proceder de la ciencia matemática, reduce la complejidad de las cuestio­nes a sus elementos más simples y a modelos elabo­rados por la mente.
¿Dónde está ahora lo real? Dejado de lado el mundo, lo real habrá que buscarlo en el propio suje­to del conocimiento. El sujeto es, por tanto, el fun­damento de la metafísica de Descartes, y sin él no habría saber ni ciencia. Se invierte, por ello, la pers­pectiva tradicional. El mundo se convierte en pura apariencia interpretada por las ciencias físico-mate­máticas y el sujeto, entendido como razón, pasa a ser el centro del conocimiento.
La segunda regla del método, el análisis, exigía para resolver un problema adentrarse en él y redu­cirlo a sus elementos básicos. Esto es lo que hace Descartes al comienzo de las Meditaciones metafísi­cas: poner en tela de juicio todos sus conocimientos. La duda es, de hecho, un artificio —duda metódi­ca— en el que se pueden diferenciar dos niveles.
El primero de ellos radica en los sentidos. Los sentidos engañan con frecuencia acerca del color, el tamaño o la figura de las cosas. Un bastón en el agua parece quebrado a la vista, pero sigue siendo recto para el tacto. No es posible, pues, fiarse de ellos, «no es prudente nunca fiarse por entero de quien nos ha engañado una vez».
Al dudar de todo lo que conoce por los sentidos, se queda Descartes sin todo lo que había recibido «hasta ahora como más verdadero y seguro», porque lo había aprendido «por el testimonio de los senti­dos». Los conocimientos de la ciencia aristotélica y renacentista dependían de la experiencia inmediata y, por lo mismo, la posición de Descartes deja a estas ciencias sin fundamento. «Por lo cual, podemos decir que la física, la astronomía, la medicina y las demás ciencias que dependen del estudio de las cosas compuestas son muy dudosas e inciertas.»
Este primer nivel de duda viene confirmado también por la imposibilidad de distinguir entre la vigilia y el sueño. No se trata de afirmar que la reali­dad sea un sueño, sino de comprender que no es posible distinguir sin ninguna duda —con toda evi­dencia— entre sueño y vigilia: «cuántas veces me ha sucedido soñar de noche que estaba en este mismo sitio, vestido, sentado junto al fuego, estando en rea­lidad desnudo y metido en la cama.» La experiencia directa de los sentidos queda, con ello, definitiva­mente puesta en cuestión.
Pero hay todavía un segundo nivel de duda, ya que existe una serie de conocimientos que no están afectados por el primero. «La aritmética, la geome­tría y las otras ciencias de esta naturaleza que tratan de cosas muy simples y generales, sin preocuparse demasiado por que existan o no en la naturaleza, contienen algo de indudable.» Son los conocimien­tos de la nueva ciencia que Descartes ha fundado en el solo proceder de la mente —intuición y deduc­ción— y que pone en duda, duda hiperbólica, recu­rriendo a un artificio que afecta a la propia constitu­ción de la mente: un dios engañador, o bien un genio maligno. «Y ¿que sé yo si no habrá querido que no haya tierra, ni cielo, ni cuerpo extenso, ni figura [...] y que yo, sin embargo, tenga el senti­miento de todas estas cosas? [...] ¿Qué sé yo si Dios no ha querido que yo también me engañe cuando sumo dos y tres?»
La aplicación de la duda deja en suspenso hasta las certezas más habituales de Descartes. No sabe si hay mundo, cielo o tierra, fuera de él, y ni siquiera si él mismo tiene cuerpo. Desconfía incluso de las ver­dades matemáticas. ¿Qué queda entonces? Única­mente el sujeto del conocimiento. «Después de haberlo pensado bien hay que concluir que la propo­sición "yo pienso, yo existo", es necesariamente ver­dadera.» No es posible dudar de que hay un sujeto que piensa y estructura la realidad. El fundamento de todo está en este sujeto entendido como pensamien­to. El ser primario no está ya en los objetos, sino en un sujeto creador y estructurados Descartes sienta, de este modo, las bases del racionalismo y de toda la filosofía moderna. «Pero inmediatamente percibí que mientras quería pensar que todo era falso, era nece­sario que yo que pensaba fuera alguna cosa. Y obser­vando que esta verdad, "pienso luego existo" ("cogito ergo sum", "je pense, done je suis"), era tan firme y segura que las más extravagantes suposiciones de los escépticos no eran capaces de sacudirla, juzgué que podía recibirla sin escrúpulo como el primer princi­pio de la filosofía que buscaba.» ^ Texto«.?
Yo existo, afirma Descartes, como cosa que duda, es decir, que piensa. Pueden existir o no las cosas que percibo o pienso, pero es imposible que
no exista yo que las percibo y pienso. ¿Cómo me he de concebir, entonces? Desde luego, puede que no tenga cuerpo; estoy recluido en el mundo de mi pensamiento. Dudo, afirmo, niego, imagino, siento, quiero... Tengo que concebirme, pues, como una cosa que piensa. No se trata de ningún razonamien­to. Descartes se capta como existente y como pen­samiento en una y la misma intuición. Y ésta es la intuición fundamental y originaria, la intuición existencial básica del sujeto que piensa.
En esta intuición original el sujeto se capta igualmente como sustancia. Como sustancia pen­sante, por consiguiente. Tiene, al captarse a sí mismo como pensamiento existente, intuición de lo que es la sustancia: «Aquello que existe de tal mane­ra que no necesita de ninguna otra cosa para exis­tir». Hasta entonces sustancia había sido para los aristotélicos y escolásticos el substratum, el sujeto al que hacían referencia los distintos atributos. Des­cartes cambia la forma de entenderla y la concibe de acuerdo con sus nuevos planteamientos raciona­listas. La sustancia pensante es el pensamiento en cuanto existencia evidente a sí misma. En una misma intuición originaria el ser humano se capta como sustancia pensante «que no necesita de nin­guna otra cosa para existir» y adquiere, por consi­guiente, un nuevo concepto de sustancia.
Esta primera verdad se convierte, asimismo, en modelo y paradigma de toda verdad, en criterio de certeza. En la presentación del método Descartes deduce la regla de la evidencia de la consideración del modo de proceder de las matemáticas, pero es ahora cuando la evidencia encuentra su justifica­ción absoluta. En realidad, la evidencia que se tiene de la propia existencia en el cogito no es una eviden­cia más, sino el fundamento de cualquier otra, la evidencia originaria por la que el ser humano se percibe como pensamiento existente.
Descartes toma esta primera evidencia como modelo de toda evidencia y, por tanto, de toda ver­dad. «Habiendo advertido que no hay nada en esta afirmación, "pienso luego existo", que me asegure que digo verdad, sino que veo claramente que para pensar es menester existir, he juzgado que podría tomar como regla general que las cosas que conce­bimos clara y distintamente son todas verdaderas.»
El criterio de certeza es, pues, la claridad y dis­tinción, por lo que sólo se pueden aceptar como ciertas las cosas que se perciben clara y distinta­mente, conceptos cuyo origen y sentido se habían analizado ya al hablar del método.

En el análisis que Descartes ha realizado hasta el momento sólo ha alcanzado seguridad sobre una cosa: su existencia como ser pensante. Su soledad, como él mismo reconoce es, pues, total. Pero pensar es tener ideas y las ideas se pueden considerar de dos maneras.
•  Como realidades mentales, es decir, como actos del pensamiento. En este sentido, todas las ideas son iguales y tienen la misma natu­raleza; están hechas del «tejido» de la mente y de ellas se puede estar absolutamente seguro.
•  En cuanto representan un objeto. En este sentido, cada idea representa un cosa distin­ta: tierra, cielo, astros... Las ideas en cuanto tales existen en el espíritu humano, pero ¿existen realmente fuera de la mente las cosas que representan? Para responder a esta cues­tión, Descartes lleva a cabo un análisis de las diferentes clases de ideas y encuentra tres tipos distintos:
—  Ideas adventicias. Representan cosas naturales y están en la mente humana «como venidas de fuera»: la silla, la mesa, la pared, etc.
—  Ideas facticias. Representan cosas «inven­tadas» por el sujeto que piensa a partir de ideas adventicias, combinándolas: una sirena, un marciano, un monstruo, etc.
—  Ideas innatas. Están siempre en la mente humana: las ideas de pensamiento, exis­tencia, etc.
Entre las ideas innatas hay una muy especial, la idea de infinito, que Descartes identifica con Dios. Y es desde esta idea de infinito desde donde Des­cartes se plantea la demostración de la existencia de Dios, rompiendo de este modo el círculo de soledad en que había encerrado al sujeto humano al situar en Dios el garante último de la verdad del conocimiento.
Descartes utiliza varios argumentos para demostrar la existencia de Dios. El primer de ellos es el llamado argumento ontológico. Entre las ideas innatas encuentra una muy especial, la idea de infinito, que exige necesariamente la existencia de Dios. En efecto, dice Descartes, la idea de infini­to es la idea de un ser que no tiene ninguna limita­ción, que comprende en sí toda realidad. El hecho de faltarle la «existencia» sería una limitación. Por consiguiente, hay que afirmar que ese ser infinito, Dios, existe. Con la misma claridad y distinción con la que deducimos de la idea de un triángulo que sus ángulos internos suman dos rectos, con­cluimos ahora de la idea de infinito que ese ser, Dios, tiene que existir.
Se trata de una nueva versión del conocido argumento ontológico propuesto por Anselmo de Canterbury en el siglo XI. Para él, también «el ser más perfecto que podemos pensar» tenía que exis­tir, pues, si no existiera, se podría pensar otro que tuviera todas las cualidades del anterior y también la existencia, y con ello se incurriría en contradic­ción. Este argumento, sin embargo, había sido criti­cado por Tomás de Aquino, y lo será más tarde por Kant, aunque será admitido, en cambio, por Spinoza, Leibniz y Hegel.
El segundo argumento parte de la finitud del yo. El «yo» al que Descartes llega desde la duda es el yo de cualquier ser humano individual. Es un sujeto contingente, finito y limitado, que no está seguro de seguir existiendo cuando deja de pensar. No ha podido, por ello, producirse a sí mismo. Ade­más, si lo hubiera hecho, se hubiera dado perfec­ciones como las que están contenidas en la idea de Dios y que, sin embargo, no posee. De todo ello hay que concluir que el ser humano ha tenido que ser producido por un ser que tiene todas las per­fecciones, a saber, Dios.
Utiliza un tercer argumento basado en la causa de ciertas ideas que posee el ser humano. Las ideas que representan cosas naturales no plantean nin­gún problema. Las ha podido producir él mismo. No así la idea de Dios.
Ésta es la idea de una sustancia infinita, eterna, todopoderosa. La causa de esta idea tiene que pose­er tanta perfección como la representada por la idea, pues «las ideas tienen que tener una causa que posea formalmente —en sí— la perfección objetiva que representan las ideas».
Una vez que Descartes ha demostrado la exis­tencia de Dios sitúa en Él el último fundamento de los conocimientos evidentes, de las verdades que se conciben clara y distintamente y, por consiguiente, el criterio de certeza. Dios, ser absolutamente per­fecto y bueno, no ha podido crear al sujeto humano de suerte que se pueda engañar continua e inevita­blemente. El Dios de Descartes es, pues, un Dios geómetra, en el que encuentran su garantía última
las verdades geométricas y el orden del mundo. En Él encuentran, asimismo, su última justificación las reglas del método.
Hasta tal punto Dios fundamenta la verdad de los conocimientos del ser humano que Descartes tiene que explicar cómo es posible que éste se equi­voque. Ve claramente «que es imposible que me engañe Dios, puesto que en el engaño hay una suerte de imperfección». ¿De dónde provienen entonces los errores? El error se produce cuando la voluntad de los seres humanos va más allá de su entendimiento y asiente a ideas que no son claras y distintas.
Si las personas se limitaran a asentir sólo a las ideas que conciben en su mente clara y distinta­mente, entonces nunca se equivocarían.
¿Existen las cosas materiales entre las cuales el sujeto humano cree moverse? Dios es un ser infini­to y bueno, que no puede engañar al ser humano de modo continuo e inevitable. Como consecuencia de ello, a las ideas de cosas materiales que cualquier sujeto cree recibir de fuera —ideas adventicias— tienen que corresponderles realidades corpóreas, externas a él. Existen, por tanto, sustancias corpóre­as que tienen caracteres distintos de la sustancia pensante.
Y de la misma manera que hay que admitir que existen cuerpos materiales distintos del pensamien­to, es preciso reconocer la existencia de un cuerpo con el que cada «yo» está estrechamente unido y con el que forma un todo.
Ahora bien, ¿cuál es la naturaleza de los cuer­pos? Descartes había encontrado la primera reali­dad en el yo como sustancia pensante y había con­cebido clara y distintamente que este yo «no necesitaba de ninguna otra cosa para existir», esta­bleciendo, de este modo, su concepto de sustancia. El yo es real, y lo real es sustancia. La sustancia pen­sante es la primera sustancia, aunque no la sustan­cia aristotélica, substrato de atributos, sino un tipo de sustancia concebida así por la razón.
Junto a las sustancias pensantes encuentra Des­cartes a Dios, a quien concibe desde su atributo de infinito, como la sustancia infinita. A Él le corres­ponde propiamente la definición de sustancia, pues es Él quien únicamente «existe de tal manera que no necesita de ninguna otra cosa para existir»; existe en sí y por sí. Toda otra sustancia existe en sí, pero no por sí. Existe de tal manera «que no necesita de nin­guna otra cosa para existir, excepto de Dios.»
¿Y los cuerpos? Descartes, para explicar los pro­blemas físicos y mecánicos, reduce los cuerpos a una estructura matemático-geométrica, a orden y medida. Las figuras geométricas son medibles, puros órdenes de puntos, líneas y superficies. ¿Qué queda, pues, de los cuerpos? Sólo aquello que es medible: la pura extensión. Considera la materia sin sus otras cualidades, pero no sin longitud, anchura y profundidad, que son las características que defi­nen la extensión. Concibe, pues los cuerpos como la sustancia extensa.
Para Descartes el universo es como una gran máquina —mecanicismo—. En él todos los fenóme­nos se explican por los movimientos de las partícu­las en que se divide la materia. Todo se reduce, por consiguiente, a extensión y movimiento. Hay que descartar por completo la existencia de «fuerzas ocultas» de naturaleza animada, como las que defendían los renacentistas, y la búsqueda de cau­sas finales que se proponía la física aristotélica.
Como el universo en su conjunto, también las plantas, los animales y el mismo cuerpo humano son puros mecanismos. Para explicar su actividad, no hay que recurrir a ningún alma, sea vegetativa, sensitiva o racional. Los movimientos de los seres vivos obedecen a las mismas fuerzas que operan en el resto del universo.
Un ejemplo de este riguroso planteamiento mecanicista lo ofrece la explicación que da Descar­tes de la circulación de la sangre. Para entonces, Harvey (1628) había demostrado que la circulación de la sangre dependía de la contracción y dilatación del corazón. A Descartes esta explicación no le con­vence del todo, porque ¿cómo se explicaría entonces el mismo movimiento del corazón? Le parecía que era ésta una pregunta todavía más difícil de contestar. Por ello, propone una explicación más de acuerdo con sus planteamientos mecanicistas. El responsable de la circulación de la sangre sería el mayor calor que hay en el corazón. La explicación es, desde luego, falsa, pero muestra lo rigurosas que son las exigencias mecanicistas de Descartes.
Todo se explica en el universo por la extensión y el movimiento; ahora bien, ¿cómo se explican, a su vez, éstos? Descartes, de acuerdo con sus conviccio­nes religiosas, recurre a Dios para explicarlos. Dios crea la materia con una determinada cantidad de movimiento que conserva constante, pues Dios es inmutable tanto en su ser como en sus operaciones. El universo es considerado, por tanto, como un sis­tema cerrado. De esta consideración deduce Des­cartes las tres leyes fundamentales de su física:
•  Ley de la inercia. Todo cuerpo permanece siempre en el mismo estado de movimiento o reposo y no puede cambiar más que por la intervención de una fuerza externa.
•  Ley del movimiento en línea recta. Todo cuerpo en movimiento tiende a moverse en línea recta salvo que intervenga una fuerza externa, pues no habría ninguna razón que explicase una desviación.
•  Ley de la conservación del movimiento. El movimiento no se pierde con los choques de los cuerpos entre sí, sino que la cantidad de movimiento permanece constante.
En este sistema cerrado que constituye el uni­verso, todos los fenómenos se reducen, por consi­guiente, a un mecanicismo matemático y se expli­can recurriendo a la extensión y el movimiento.
Descartes propone también una atrevida expli­cación de la organización y los movimientos del universo en su conjunto. Las primitivas partículas materiales eran iguales en magnitud y movimien­to, y se movían tanto alrededor de su propio eje, como unas con relación a otras. En aquel caos pri­mitivo se formaron remolinos fluidos, en cuyos centros se fueron concentrando las partículas que dieron lugar, de este modo, al Sol y al resto de los planetas. De estos torbellinos procede también el movimiento de rotación de los planetas en torno a su eje. Los torbellinos de los planetas menores están, a su vez, en el seno de un torbellino mayor, el del Sol. Es un fenómeno similar al que se da cuando el viento forma remolinos y en su centro se agrupan las hojas y el polvo, o cuando se destapa la bañera y el agua sale girando con un movimiento más rápido en el centro que en el entorno y siem­pre rotando hacia la derecha. Por una razón simi­lar, los planetas deberían girar todos en la misma dirección, algo que en tiempos de Descartes, no hoy, era todavía aceptable.
El torbellino en que se mueve la Tierra explica­ría igualmente que en su movimiento en torno al Sol no pierda la atmósfera o se formen corrientes de aire y vientos huracanados. También daría una explicación a la gravedad y al hecho de que los cuer­pos tiendan a caer hacia el centro.
La debilidad de la teoría de Descartes se encuentra en su falta de desarrollo matemático. Estaba vagamente de acuerdo con los fenómenos, pero de ella no se podían deducir consecuencias calculables y mensurables. No se podía deducir, por ejemplo, la forma de las órbitas recorridas, o la rela­ción entre las distancias y los tiempos de traslación en torno al Sol, que ya se conocían por las leyes de Kepler.
La posición que mantiene Descartes con res­pecto a los cuerpos plantea el problema de la comu­nicación de las sustancias o, lo que es lo mismo, de las relaciones entre la mente y el cuerpo. Si cada una de las sustancias existe con absoluta indepen­dencia, ¿cómo se relacionan en el mundo las máquinas que son todos los seres vivos, incluidos los cuerpos humanos, con los espíritus pensantes? ¿Cómo pueden influir, en el ser humano, la mente en el cuerpo y el cuerpo en la mente? ¿Cómo el espí­ritu puede tener sensaciones de cosas extensas y, en su caso, ser aplicables a la sustancia material los conceptos de la razón?
La única respuesta que Descartes puede dar es Dios. Éste creó de tal manera el mundo material que son válidos para él los conceptos e intuiciones de la mente humana. (De nuevo aparece el Dios geóme­tra cartesiano.)
En el caso del ser humano, Descartes señala un lugar en el que se realizaría la unión entre el cuerpo material y el alma espiritual; se trata, en concreto, de la glándula pineal, una parte del cerebro en la que se unificarían todas las sensaciones que produ­cen los órganos de los sentidos. No obstante, en su obra las Pasiones del alma afirma: «El alma está realmente unida a todo el cuerpo y no podemos decir que exista en una cualquiera de sus partes con exclusión de las otras».
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V.V.A.A. Historia de la Filosofía, Laberinto, Madrid, 2009.