El
camino de las Meditaciones
La
ciencia antigua, la aristotélica, se fundamentaba en formas sustanciales, lo
mismo que la ciencia naturalista del Renacimiento lo hacía en las cualidades
ocultas del alma del mundo. En ambos casos se trataba de ontologías que
consideraban que esas entidades constituían la auténtica realidad del mundo.
Descartes
invierte la perspectiva. Desconfía y pone entre paréntesis los datos de la
experiencia sensible e, inspirándose en el proceder de la ciencia matemática,
reduce la complejidad de las cuestiones a sus elementos más simples y a
modelos elaborados por la mente.
¿Dónde
está ahora lo real? Dejado de lado el mundo, lo real habrá que buscarlo en el
propio sujeto del conocimiento. El sujeto es, por tanto, el fundamento de la
metafísica de Descartes, y sin él no habría saber ni ciencia. Se invierte, por
ello, la perspectiva tradicional. El mundo se convierte en pura apariencia
interpretada por las ciencias físico-matemáticas y el sujeto, entendido como
razón, pasa a ser el centro del conocimiento.
La
segunda regla del método, el análisis, exigía para resolver un problema
adentrarse en él y reducirlo a sus elementos básicos. Esto es lo que hace
Descartes al comienzo de las Meditaciones metafísicas: poner en tela de
juicio todos sus conocimientos. La duda es, de hecho, un artificio —duda metódica—
en el que se pueden diferenciar dos niveles.
El
primero de ellos radica en los sentidos. Los sentidos engañan con
frecuencia acerca del color, el tamaño o la figura de las cosas. Un bastón en
el agua parece quebrado a la vista, pero sigue siendo recto para el tacto. No
es posible, pues, fiarse de ellos, «no es prudente nunca fiarse por entero de
quien nos ha engañado una vez».
Al
dudar de todo lo que conoce por los sentidos, se queda Descartes sin todo lo
que había recibido «hasta ahora como más verdadero y seguro», porque lo había
aprendido «por el testimonio de los sentidos». Los conocimientos de la ciencia
aristotélica y renacentista dependían de la experiencia inmediata y, por lo
mismo, la posición de Descartes deja a estas ciencias sin fundamento. «Por lo
cual, podemos decir que la física, la astronomía, la medicina y las demás
ciencias que dependen del estudio de las cosas compuestas son muy dudosas e
inciertas.»
Este
primer nivel de duda viene confirmado también por la imposibilidad de distinguir
entre la vigilia y el sueño. No se trata de afirmar que la realidad sea un
sueño, sino de comprender que no es posible distinguir sin ninguna duda —con
toda evidencia— entre sueño y vigilia: «cuántas veces me ha sucedido soñar de
noche que estaba en este mismo sitio, vestido, sentado junto al fuego, estando
en realidad desnudo y metido en la cama.» La experiencia directa de los
sentidos queda, con ello, definitivamente puesta en cuestión.
Pero
hay todavía un segundo nivel de duda, ya que existe una serie de conocimientos
que no están afectados por el primero. «La aritmética, la geometría y las
otras ciencias de esta naturaleza que tratan de cosas muy simples y generales,
sin preocuparse demasiado por que existan o no en la naturaleza, contienen algo
de indudable.» Son los conocimientos de la nueva ciencia que Descartes ha
fundado en el solo proceder de la mente —intuición y deducción— y que pone en
duda, duda hiperbólica, recurriendo a un artificio que afecta a la
propia constitución de la mente: un dios engañador, o bien un genio maligno.
«Y ¿que sé yo si no habrá querido que no haya tierra, ni cielo, ni cuerpo
extenso, ni figura [...] y que yo, sin embargo, tenga el sentimiento de todas
estas cosas? [...] ¿Qué sé yo si Dios no ha querido que yo también me engañe
cuando sumo dos y tres?»
La
aplicación de la duda deja en suspenso hasta las certezas más habituales de
Descartes. No sabe si hay mundo, cielo o tierra, fuera de él, y ni siquiera si
él mismo tiene cuerpo. Desconfía incluso de las verdades matemáticas. ¿Qué
queda entonces? Únicamente el sujeto del conocimiento. «Después de haberlo
pensado bien hay que concluir que la proposición "yo pienso, yo
existo", es necesariamente verdadera.» No es posible dudar de que hay un
sujeto que piensa y estructura la realidad. El fundamento de todo está en este
sujeto entendido como pensamiento. El ser primario no está ya en los objetos,
sino en un sujeto creador y estructurados Descartes sienta, de este modo, las
bases del racionalismo y de toda la filosofía moderna. «Pero inmediatamente
percibí que mientras quería pensar que todo era falso, era necesario que yo
que pensaba fuera alguna cosa. Y observando que esta verdad, "pienso
luego existo" ("cogito ergo sum", "je pense, done je
suis"), era tan firme y segura que las más extravagantes suposiciones
de los escépticos no eran capaces de sacudirla, juzgué que podía recibirla sin
escrúpulo como el primer principio de la filosofía que buscaba.» ^ Texto«.?
Yo
existo, afirma Descartes, como cosa que duda, es decir, que piensa. Pueden
existir o no las cosas que percibo o pienso, pero es imposible que
no
exista yo que las percibo y pienso. ¿Cómo me he de concebir, entonces? Desde
luego, puede que no tenga cuerpo; estoy recluido en el mundo de mi pensamiento.
Dudo, afirmo, niego, imagino, siento, quiero... Tengo que concebirme, pues,
como una cosa que piensa. No se trata de ningún razonamiento. Descartes se
capta como existente y como pensamiento en una y la misma intuición. Y ésta es
la intuición fundamental y originaria, la intuición existencial básica del
sujeto que piensa.
En esta
intuición original el sujeto se capta igualmente como sustancia. Como sustancia
pensante, por consiguiente. Tiene, al captarse a sí mismo como pensamiento
existente, intuición de lo que es la sustancia: «Aquello que existe de tal manera
que no necesita de ninguna otra cosa para existir». Hasta entonces sustancia
había sido para los aristotélicos y escolásticos el substratum, el
sujeto al que hacían referencia los distintos atributos. Descartes cambia la
forma de entenderla y la concibe de acuerdo con sus nuevos planteamientos
racionalistas. La sustancia pensante es el pensamiento en cuanto existencia evidente
a sí misma. En una misma intuición originaria el ser humano se capta como
sustancia pensante «que no necesita de ninguna otra cosa para existir» y
adquiere, por consiguiente, un nuevo concepto de sustancia.
Esta
primera verdad se convierte, asimismo, en modelo y paradigma de toda verdad,
en criterio de certeza. En la presentación del método Descartes deduce la
regla de la evidencia de la consideración del modo de proceder de las
matemáticas, pero es ahora cuando la evidencia encuentra su justificación
absoluta. En realidad, la evidencia que se tiene de la propia existencia en el cogito
no es una evidencia más, sino el fundamento de cualquier otra, la
evidencia originaria por la que el ser humano se percibe como pensamiento
existente.
Descartes
toma esta primera evidencia como modelo de toda evidencia y, por tanto, de toda
verdad. «Habiendo advertido que no hay nada en esta afirmación, "pienso
luego existo", que me asegure que digo verdad, sino que veo claramente que
para pensar es menester existir, he juzgado que podría tomar como regla general
que las cosas que concebimos clara y distintamente son todas verdaderas.»
El
criterio de certeza es, pues, la claridad y distinción, por lo que sólo
se pueden aceptar como ciertas las cosas que se perciben clara y distintamente,
conceptos cuyo origen y sentido se habían analizado ya al hablar del método.
En el
análisis que Descartes ha realizado hasta el momento sólo ha alcanzado seguridad
sobre una cosa: su existencia como ser pensante. Su soledad, como él mismo
reconoce es, pues, total. Pero pensar es tener ideas y las ideas se pueden
considerar de dos maneras.
•
Como realidades mentales, es decir, como actos del pensamiento. En este
sentido, todas las ideas son iguales y tienen la misma naturaleza; están
hechas del «tejido» de la mente y de ellas se puede estar absolutamente seguro.
•
En cuanto representan un objeto. En este sentido, cada idea representa
un cosa distinta: tierra, cielo, astros... Las ideas en cuanto tales existen
en el espíritu humano, pero ¿existen realmente fuera de la mente las cosas que
representan? Para responder a esta cuestión, Descartes lleva a cabo un
análisis de las diferentes clases de ideas y encuentra tres tipos distintos:
—
Ideas adventicias. Representan cosas naturales y están en la mente
humana «como venidas de fuera»: la silla, la mesa, la pared, etc.
—
Ideas facticias. Representan cosas «inventadas» por el sujeto que
piensa a partir de ideas adventicias, combinándolas: una sirena, un marciano,
un monstruo, etc.
—
Ideas innatas. Están siempre en la mente humana: las ideas de
pensamiento, existencia, etc.
Entre
las ideas innatas hay una muy especial, la idea de infinito, que Descartes
identifica con Dios. Y es desde esta idea de infinito desde donde Descartes se
plantea la demostración de la existencia de Dios, rompiendo de este modo el
círculo de soledad en que había encerrado al sujeto humano al situar en Dios el
garante último de la verdad del conocimiento.
Descartes
utiliza varios argumentos para demostrar la existencia de Dios. El primer de
ellos es el llamado argumento ontológico. Entre las ideas innatas
encuentra una muy especial, la idea de infinito, que exige necesariamente la
existencia de Dios. En efecto, dice Descartes, la idea de infinito es la idea
de un ser que no tiene ninguna limitación, que comprende en sí toda
realidad. El hecho de faltarle la «existencia» sería una limitación. Por
consiguiente, hay que afirmar que ese ser infinito, Dios, existe. Con la misma
claridad y distinción con la que deducimos de la idea de un triángulo que sus
ángulos internos suman dos rectos, concluimos ahora de la idea de infinito que
ese ser, Dios, tiene que existir.
Se
trata de una nueva versión del conocido argumento ontológico propuesto por
Anselmo de Canterbury en el siglo XI. Para él, también «el ser más perfecto que
podemos pensar» tenía que existir, pues, si no existiera, se podría pensar
otro que tuviera todas las cualidades del anterior y también la existencia, y
con ello se incurriría en contradicción. Este argumento, sin embargo, había
sido criticado por Tomás de Aquino, y lo será más tarde por Kant, aunque será
admitido, en cambio, por Spinoza, Leibniz y Hegel.
El
segundo argumento parte de la finitud del yo. El «yo» al que Descartes
llega desde la duda es el yo de cualquier ser humano individual. Es un sujeto
contingente, finito y limitado, que no está seguro de seguir existiendo cuando
deja de pensar. No ha podido, por ello, producirse a sí mismo. Además, si lo
hubiera hecho, se hubiera dado perfecciones como las que están contenidas en
la idea de Dios y que, sin embargo, no posee. De todo ello hay que concluir que
el ser humano ha tenido que ser producido por un ser que tiene todas las perfecciones,
a saber, Dios.
Utiliza
un tercer argumento basado en la causa de ciertas ideas que posee el ser
humano. Las ideas que representan cosas naturales no plantean ningún problema.
Las ha podido producir él mismo. No así la idea de Dios.
Ésta es
la idea de una sustancia infinita, eterna, todopoderosa. La causa de esta idea
tiene que poseer tanta perfección como la representada por la idea, pues «las
ideas tienen que tener una causa que posea formalmente —en sí— la perfección
objetiva que representan las ideas».
Una vez
que Descartes ha demostrado la existencia de Dios sitúa en Él el último
fundamento de los conocimientos evidentes, de las verdades que se conciben
clara y distintamente y, por consiguiente, el criterio de certeza. Dios, ser
absolutamente perfecto y bueno, no ha podido crear al sujeto humano de suerte
que se pueda engañar continua e inevitablemente. El Dios de Descartes es,
pues, un Dios geómetra, en el que encuentran su garantía última
las
verdades geométricas y el orden del mundo. En Él encuentran, asimismo, su
última justificación las reglas del método.
Hasta
tal punto Dios fundamenta la verdad de los conocimientos del ser humano que
Descartes tiene que explicar cómo es posible que éste se equivoque. Ve
claramente «que es imposible que me engañe Dios, puesto que en el engaño hay
una suerte de imperfección». ¿De dónde provienen entonces los errores? El error
se produce cuando la voluntad de los seres humanos va más allá de su
entendimiento y asiente a ideas que no son claras y distintas.
Si las
personas se limitaran a asentir sólo a las ideas que conciben en su mente clara
y distintamente, entonces nunca se equivocarían.
¿Existen
las cosas materiales entre las cuales el sujeto humano cree moverse? Dios es un
ser infinito y bueno, que no puede engañar al ser humano de modo continuo e
inevitable. Como consecuencia de ello, a las ideas de cosas materiales que
cualquier sujeto cree recibir de fuera —ideas adventicias— tienen que
corresponderles realidades corpóreas, externas a él. Existen, por tanto,
sustancias corpóreas que tienen caracteres distintos de la sustancia pensante.
Y de la
misma manera que hay que admitir que existen cuerpos materiales distintos del
pensamiento, es preciso reconocer la existencia de un cuerpo con el que cada
«yo» está estrechamente unido y con el que forma un todo.
Ahora
bien, ¿cuál es la naturaleza de los cuerpos? Descartes había encontrado la
primera realidad en el yo como sustancia pensante y había concebido clara y
distintamente que este yo «no necesitaba de ninguna otra cosa para existir»,
estableciendo, de este modo, su concepto de sustancia. El yo es real, y lo
real es sustancia. La sustancia pensante es la primera sustancia,
aunque no la sustancia aristotélica, substrato de atributos, sino un tipo de
sustancia concebida así por la razón.
Junto a
las sustancias pensantes encuentra Descartes a Dios, a quien concibe desde su
atributo de infinito, como la sustancia infinita. A Él le corresponde
propiamente la definición de sustancia, pues es Él quien únicamente «existe de
tal manera que no necesita de ninguna otra cosa para existir»; existe en sí y
por sí. Toda otra sustancia existe en sí, pero no por sí. Existe de tal manera
«que no necesita de ninguna otra cosa para existir, excepto de Dios.»
¿Y los cuerpos?
Descartes, para explicar los problemas físicos y mecánicos, reduce los cuerpos
a una estructura matemático-geométrica, a orden y medida. Las figuras
geométricas son medibles, puros órdenes de puntos, líneas y superficies. ¿Qué
queda, pues, de los cuerpos? Sólo aquello que es medible: la pura extensión.
Considera la materia sin sus otras cualidades, pero no sin longitud, anchura y
profundidad, que son las características que definen la extensión. Concibe,
pues los cuerpos como la sustancia extensa.
Para
Descartes el universo es como una gran máquina —mecanicismo—. En él todos los
fenómenos se explican por los movimientos de las partículas en que se divide
la materia. Todo se reduce, por consiguiente, a extensión y movimiento. Hay que
descartar por completo la existencia de «fuerzas ocultas» de naturaleza
animada, como las que defendían los renacentistas, y la búsqueda de causas
finales que se proponía la física aristotélica.
Como el
universo en su conjunto, también las plantas, los animales y el mismo cuerpo
humano son puros mecanismos. Para explicar su actividad, no hay que recurrir a
ningún alma, sea vegetativa, sensitiva o racional. Los movimientos de los seres
vivos obedecen a las mismas fuerzas que operan en el resto del universo.
Un
ejemplo de este riguroso planteamiento mecanicista lo ofrece la explicación que
da Descartes de la circulación de la sangre. Para entonces, Harvey (1628)
había demostrado que la circulación de la sangre dependía de la contracción y dilatación
del corazón. A Descartes esta explicación no le convence del todo, porque
¿cómo se explicaría entonces el mismo movimiento del corazón? Le parecía que
era ésta una pregunta todavía más difícil de contestar. Por ello, propone una
explicación más de acuerdo con sus planteamientos mecanicistas. El responsable
de la circulación de la sangre sería el mayor calor que hay en el corazón. La
explicación es, desde luego, falsa, pero muestra lo rigurosas que son las
exigencias mecanicistas de Descartes.
Todo se
explica en el universo por la extensión y el movimiento; ahora bien, ¿cómo se
explican, a su vez, éstos? Descartes, de acuerdo con sus convicciones
religiosas, recurre a Dios para explicarlos. Dios crea la materia con una
determinada cantidad de movimiento que conserva constante, pues Dios es
inmutable tanto en su ser como en sus operaciones. El universo es considerado,
por tanto, como un sistema cerrado. De esta consideración deduce Descartes
las tres leyes fundamentales de su física:
•
Ley de la inercia. Todo cuerpo permanece siempre en el mismo estado de
movimiento o reposo y no puede cambiar más que por la intervención de una
fuerza externa.
•
Ley del movimiento en línea recta. Todo cuerpo en movimiento tiende a
moverse en línea recta salvo que intervenga una fuerza externa, pues no habría
ninguna razón que explicase una desviación.
•
Ley de la conservación del movimiento. El movimiento no se pierde con
los choques de los cuerpos entre sí, sino que la cantidad de movimiento
permanece constante.
En este
sistema cerrado que constituye el universo, todos los fenómenos se reducen,
por consiguiente, a un mecanicismo matemático y se explican recurriendo a la
extensión y el movimiento.
Descartes
propone también una atrevida explicación de la organización y los movimientos
del universo en su conjunto. Las primitivas partículas materiales eran iguales
en magnitud y movimiento, y se movían tanto alrededor de su propio eje, como
unas con relación a otras. En aquel caos primitivo se formaron remolinos
fluidos, en cuyos centros se fueron concentrando las partículas que dieron
lugar, de este modo, al Sol y al resto de los planetas. De estos torbellinos
procede también el movimiento de rotación de los planetas en torno a su eje.
Los torbellinos de los planetas menores están, a su vez, en el seno de un
torbellino mayor, el del Sol. Es un fenómeno similar al que se da cuando el
viento forma remolinos y en su centro se agrupan las hojas y el polvo, o
cuando se destapa la bañera y el agua sale girando con un movimiento más
rápido en el centro que en el entorno y siempre rotando hacia la derecha. Por
una razón similar, los planetas deberían girar todos en la misma dirección,
algo que en tiempos de Descartes, no hoy, era todavía aceptable.
El
torbellino en que se mueve la Tierra explicaría igualmente que en su
movimiento en torno al Sol no pierda la atmósfera o se formen corrientes de
aire y vientos huracanados. También daría una explicación a la gravedad y al
hecho de que los cuerpos tiendan a caer hacia el centro.
La
debilidad de la teoría de Descartes se encuentra en su falta de desarrollo
matemático. Estaba vagamente de acuerdo con los fenómenos, pero de ella no se
podían deducir consecuencias calculables y mensurables. No se podía deducir,
por ejemplo, la forma de las órbitas recorridas, o la relación entre las
distancias y los tiempos de traslación en torno al Sol, que ya se conocían por
las leyes de Kepler.
La
posición que mantiene Descartes con respecto a los cuerpos plantea el problema
de la comunicación de las sustancias o, lo que es lo mismo, de las relaciones
entre la mente y el cuerpo. Si cada una de las sustancias existe con
absoluta independencia, ¿cómo se relacionan en el mundo las máquinas que son
todos los seres vivos, incluidos los cuerpos humanos, con los espíritus
pensantes? ¿Cómo pueden influir, en el ser humano, la mente en el cuerpo y el
cuerpo en la mente? ¿Cómo el espíritu puede tener sensaciones de cosas
extensas y, en su caso, ser aplicables a la sustancia material los conceptos de
la razón?
La
única respuesta que Descartes puede dar es Dios. Éste creó de tal manera el
mundo material que son válidos para él los conceptos e intuiciones de la mente
humana. (De nuevo aparece el Dios geómetra cartesiano.)
En el
caso del ser humano, Descartes señala un lugar en el que se realizaría la unión
entre el cuerpo material y el alma espiritual; se trata, en concreto, de la glándula
pineal, una parte del cerebro en la que se unificarían todas las
sensaciones que producen los órganos de los sentidos. No obstante, en su obra
las Pasiones del alma afirma: «El alma está realmente unida a todo el
cuerpo y no podemos decir que exista en una cualquiera de sus partes con
exclusión de las otras».
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V.V.A.A. Historia de la Filosofía, Laberinto, Madrid,
2009.